Cuentos


La araña 


Se levantó temprano y comenzó a tejer.
Vivía en un rincón oscuro, de esa habitación a la que casi no iba nadie, 

debajo de una madera olvidada por alguien,  quién sabe cuándo…, la verdad, 
nadie se acordaba de ese sitio de la casa y por ende de la madera, que pasó
a ser la casa de Florencia, la araña. Bueno, como les  decía,  sin casi desayunar, 
y apenas  lavándose  la cara, Florencia empezó a tejer, mientras que en voz baja repetía:
– ¡Tengo que trabajar más rápido! Y sus patitas la llevaban y traían por la tela.
En dos horas terminó el bordado que iba de un rincón al otro de la amplia habitación.
 Se detuvo un momento. Se sentía muy cansada. Venía trabajando mucho, sin parar,
por lo que estaba al borde del agotamiento. El sol entró a curiosear, 

pasando por el gran ventanal, a través del vidrio.
– ¡Qué bien trabajas, Florencia! –le dijo. Es una obra de arte la tela que estás  haciendo.
 – Y se alejó contestando el saludo de su amiga.
 Florencia sonrió. ¡Qué bonita estaba! parada en el medio de su gran tela brillante.
Tenía que continuar trabajando, como todos los días.
 Estaba obsesionada con la tela.
 Cada nuevo día se decía a si misma que la tela aún era chica, que  tendría que seguir
tejiendo. Y cuando terminaba de trabajar, estaba tan cansada  que ni se alimentaba y ahí
quedaban sus trofeos de caza.
   Moscas, mosquitos y todos aquellos insectos que pasaban quedaban 

enganchados en su tela brillante y pegajosa.
Todos los días lo mismo, apenas si desayunaba algo y a trabajar.
Su despensa estaba llena, pero ella no tenía tiempo para comer.
–Esta noche me prepararé una linda cena –se dijo. Pero le pasó lo de siempre,

a la noche estaba tan cansada que apenas si pudo llegar a su rincón, donde dormía 
y…se quedó dormida.
Al otro día muy temprano se despertó, pegó un salto y empezó a tejer.
Pasaron muchos días y muchos más…
Hasta que sucedió lo que tenía que suceder: Florencia se quiso levantar esa mañana

y las patitas se le doblaron, le dolía  la cabeza,  se sentía mareada y no sabía quién era, 
ni dónde estaba…
El sol la encontró esa mañana  casi desvanecida, colgando, enganchada de una patita,
de la tela inmensa y brillante.
–Amigo sol, ahora me doy cuenta de que he cometido un gran error. Trabajaba sólo

para guardar, y nunca disfruté de todo lo que tenía. Ya ves, qué inmensa es la tela y
cada día quería que fuera más y más grande. Y mira tú, ya ni siquiera tenía lugar  en la
despensa…Pero bueno ya es muy tarde, estoy muy débil…adiós, amigo sol –dijo y se
desmayó.
– ¡Sí!  La vida no es sólo para acumular riquezas –pensó el sol, antes de avisarle a sus
amigos para que un médico atendiera a la pequeña arañita agotada.






El hombre de negro

Diana se despertó a las siete.
Aún bastante dormida se levantó.
A las ocho y media estaba saliendo para la oficina. Subió a su coche y manejó a

muy poca velocidad. Era prudente, ya que el tránsito cada día era más caótico.
Prefería levantarse media hora antes, lo que le daba margen para conducir con 
tranquilidad.
Encendió la radio y comenzó a tararear la canción que estaban pasando.
Llegó, estacionó el coche y saludó al portero.
 –Hola, Horacio, buen día –dijo sonriente.
 – ¡Cómo está, señorita! –le respondió éste con la amabilidad que lo caracterizaba.
 –Bien, bien, gracias –contestó Diana, mientras pensaba que Horacio era una buena

persona.
Se acercó a los ascensores mientras iba hojeando el periódico. Esperó. Pasaron unos
segundos y miró el reloj. Como siempre llegaría a horario. Algo que tenía en cuenta
la empresa en la que trabajaba. Llegó el ascensor y al subir, observó que se acercaba
un hombre vestido de negro, con el rostro cubierto con una bufanda.
Le pareció muy sospechoso.
Cuando arrancó el ascensor, marcó su piso. El hombre no dijo nada y permaneció
con la cara oculta. En ningún momento la había mirado. Se sentía intranquila. 

Pensó en bajarse en el próximo piso e irse por la escalera. Se corrió para adelante para 
marcar el piso siguiente, para descender.
Estaba muy asustada, pero fue demasiado tarde. El desconocido la tomó de los brazos.
Quiso gritar pero no pudo. El pánico se adueñó de ella. Recordó el presentimiento 

que tuvo, de que algo andaba mal, cuando lo vio, parado a su lado en el ascensor.
Éste la acercó a su cuerpo... podía escuchar su respiración y la fuerza del brazo que la
 sujetaba.
–No puede pasarme esto a mí –pensó Diana sin poder articular ningún sonido.
Estaba paralizada.
El hombre apretó el botón del ascensor para que no se detuviera en ningún piso.
Llegaron al octavo, que era donde Diana bajaba para ir a su oficina.
El ascensor se detuvo. Se abrió la puerta y Diana con asombro vio los rostros

de todos los días. Eran sus compañeros de trabajo que se reían. No entendía nada, 
se dio vuelta y comprendió enfurecida que todo había sido una broma.
El hombre de negro, se había sacado la bufanda y la abrazó.
Era Eduardo, su compañero de oficina.






Los lobos


Carlos se apresuró a entrar los caballos al establo. Lo llamó a Daniel para que lo ayudara, porque la tormenta de nieve que habían pronosticado se acercaba.
 ...Se escuchaban los aullidos de los lobos que buscaban comida en ese largo y frío invierno.
Su esposa y  su bebé no habían regresado.
 –Las dos de la tarde –dijo Carlos a su hermano.
–Creo que si no llegan antes de las tres, tendremos que salir a buscarlos –respondió Daniel.
– ¿Qué te parece si preparamos a los perros?
– Si, vamos.
Los dos hermanos comenzaron los preparativos. En quince minutos el trineo estaba listo para partir. Se vistieron con gruesos abrigos y salieron. Estaban muy preocupados. Habían hecho treinta kilómetros, cuando vieron  huellas de dos trineos;  alarmados observaron los rastros,  como si uno de ellos hubiera volcado. Se bajaron a mirar y notaron que una rama  había sido arrastrada hasta el camino y luego dejada al costado. Carlos caminó un poco por los alrededores, mientras Daniel se quedó en el trineo.
Lo vio venir a Carlos con gesto de ansiedad y preocupación.
–Daniel, encontré muerto a uno de los perros del trineo de Carla y el saco de abrigo de Pablo –le comentó cuando llegó a su lado.
Pablo, era el hermano de Carla.
Los aullidos de los lobos, se oían más cerca.
La nieve seguía cayendo…
Siguieron las huellas de los trineos que se habían desviado por un sendero, en dirección al bosque.
Daniel le preguntó si había traído las armas. Le contestó que sí. Se detuvieron y Carlos le alcanzó  una pistola.
  En esos lugares inhóspitos, siempre se llevaba armas, una carpa, comida, y todo lo necesario, como para enfrentar cualquier eventualidad; además, en la zona eran frecuentes los ataques de los delincuentes a los lugareños.
No era un lugar seguro y se les aconsejaba a los turistas, que no lo incluyeran en sus excursiones.
Pero no todos tenían en cuenta esa advertencia, tal vez, porque a algunas personas, les atraía sentir la adrenalina correr por su cuerpo, al estar en peligro.
Carlos había llegado con su hermano hacía cuatro años y se quedaron.
Le había dicho a su novia que sólo sería por unos meses, pero quedó atrapado al igual que Daniel y ya no quisieron volver a la ciudad.
Carla, su novia le expresó su deseo de conocer el lugar y también se quedó. En la primavera se casaron y al año siguiente nació su hijo Manuel.
 Los padres de Carla los visitaron, quedándose un mes, pero el intenso frío los convenció de que tenían que volver. Carla los acompañó. Salieron el lunes a la mañana y a la noche  lo llamó a Carlos, para comentarle de que habían llegado bien.
  Pasó una semana, y Carla volvió a comunicarse, para decirle que saldrían al día siguiente.
–No tengas temor, viajarán con nosotros, mi hermano Pablo y dos cazadores vecinos.
–Vuelven mañana Carla, nuestro hijo, Pablo y dos cazadores  más, que les pidieron volver con ellos –le comentó Carlos a su hermano.
– ¿Qué les habrá pasado? –dijo Carlos, mientras seguían las huellas.
–Se habrán visto obligados a detenerse –le contestó  su hermano.
La noche los envolvió con su oscuridad.  Tendrían que hacer un gran fuego, porque los lobos se estaban aproximando demasiado.
En cualquier momento podían atacar…
Daniel había observando a un gran lobo negro, que se adelantaba de la manada y los miraba desafiante.
Gruñía, mostraba sus afilados dientes que brillaban en la negrura de la noche, y volvía a su manada…
Era el líder.
Estuvo de acuerdo con Carlos. No podían avanzar más.
Carlos se quedó sujetando a los perros y Daniel prendió un gran fuego.
Entre los dos los desataron y  dejaron que se echaran cerca del calor de las llamas. Por la ansiedad que los dominaba no pudieron probar bocado. Pero sí tomaron un caldo caliente para quitarse el frío. Les dieron de comer a los perros y los agruparon cerca del fuego  Daniel se fue a dormir.
Carlos quedó despierto para vigilar que el fuego no se apagara.
No quería pensar.
–Mañana los encontraremos –dijo en voz alta, como para convencerse a sí mismo de que así sería, y de que la pesadilla terminaría.
Le agregó leña al fuego y se quedó dormido protegido por el calor del fuego.
 Sintió un fuerte dolor como que le arrancaban el brazo, se despertó y vio con horror que los lobos los estaban atacando.
Los perros habían huido, perseguidos por los lobos. Otros yacían muertos.
Del gran fuego no quedaba casi nada.
Daniel estaba luchando con dos o tres lobos.
No podían usar las armas, porque los habían sorprendidos.
Vio que el lobo negro lo miraba a los ojos.
Su pierna había sido desgarrada por sus dientes…
Se incorporó a medias, apoyado en su  brazo.
No podía hacer nada.
Y lo inevitable llegó...
Sintió la fuerza de las patas en su pecho.
Cayó de espaldas y los dientes del lobo comenzaron a desgarrar su brazo…
No quería mirar...
El lobo tiraba y tiraba...
Abrió los ojos y vio ...
–¡No podíamos despertarte! –exclamó su amigo, que lo zamarreaba del brazo.
Saltó de la cama.
–Cuando estábamos mirando las fotos, que trajimos del viaje que hicimos a Alaska, te quedaste dormido – le dijo su novia.
–Te metimos vestido en la cama para que siguieras durmiendo –escuchó que decía su amigo y como tengo que partir, quise despedirme.
 Los abrazó y les contó la pesadilla que había tenido.
Se levantó temprano y comenzó a tejer.
Vivía en un rincón oscuro, de esa habitación a la que casi no iba nadie, debajo de una madera  olvidada por alguien,  quién sabe cuándo…, la verdad, nadie se acordaba de ese sitio de la casa y por ende de la madera, que pasó a ser la casa de Florencia, la araña.
Bueno, como les decía,  sin casi desayunar, y apenas  lavándose  la cara, Florencia empezó a tejer, mientras que en voz baja repetía:
– ¡Tengo que trabajar más rápido! Y sus patitas la llevaban y traían por la tela. En dos horas terminó el bordado que iba de un rincón al otro de la amplia habitación.
 Se detuvo un momento. Se sentía muy cansada. Venía trabajando mucho, sin parar, por lo que estaba al borde del agotamiento. El sol entró a curiosear, pasando por el gran ventanal, a través del vidrio.
– ¡Qué bien trabajas, Florencia! –le dijo. Es una obra de arte la tela que estás  haciendo. – Y se alejó contestando el saludo de su amiga.
 Florencia sonrió. ¡Qué bonita estaba! parada en el medio de su gran tela brillante.
Tenía que continuar trabajando, como todos los días.
 Estaba obsesionada con la tela.
 Cada nuevo día se decía a si misma que la tela aún era chica, que  tendría que seguir tejiendo. Y cuando terminaba de trabajar, estaba tan cansada  que ni se alimentaba y ahí quedaban sus trofeos de caza.
   Moscas, mosquitos y todos aquellos insectos que pasaban y que quedaban  enganchados en su tela brillante y pegajosa.
Todos los días lo mismo, apenas si desayunaba algo y a trabajar. Su despensa estaba llena, pero ella no tenía tiempo para comer.
–Esta noche me prepararé una linda cena –se dijo. Pero le pasó lo de siempre, a la noche estaba tan cansada que apenas si pudo llegar a su rincón, donde dormía  y…se quedó dormida.
Al otro día muy temprano se despertó, pegó un salto y empezó a tejer.
Pasaron muchos días y muchos más…
Hasta que sucedió lo que tenía que suceder: Florencia se quiso levantar esa mañana y las patitas se le doblaron, le dolía  la cabeza,  se sentía mareada y no sabía quién era, ni dónde estaba…
El sol la encontró esa mañana  casi desvanecida, colgando, enganchada de una patita, de la tela inmensa y brillante.
–Amigo sol, ahora me doy cuenta de que he cometido un gran error. Trabajaba sólo para guardar, y nunca disfruté de todo lo que tenía. Ya ves, qué inmensa es la tela y cada día quería que fuera más y más grande. Y mira tú, ya ni siquiera tenía lugar  en la despensa…Pero bueno ya es muy tarde, estoy muy débil…adiós, amigo sol –dijo y se desmayó.
– ¡Sí!  La vida no es sólo para acumular riquezas –pensó el sol, antes de avisarle a sus amigos para que un médico atendiera a la pequeña arañita agotada.





La dama vestida de blanco

Los amigos  alegremente pasaban la noche en ese lugar de onda, el que te dá prestigio, si eres habitué. Sí, claro, tienes que tener dinero… ya sea en el circuito financiero, cuentas ocultas en las Islas Caimán, algunos negocios transparente (para cuidar la imagen) la mayoría no tan “transparentes”… y todo lo que se te ocurra… ¿Narcotráfico? ¿Lavado de dinero? Y sí…Todo. No son de los empresarios que invierten en empresas que generen trabajo. ¡No! Son parásitos viciosos con dinero. Es la lacra que tienen que soportar los seres humanos que luchan por un mundo mejor. Sus vidas se retroalimentan día a día acumulando más dinero.
Son vampiros voraces.
Pero, como a cualquier mortal, a ellos también les llega el último día de sus patéticas y asquerosas vidas, porque no pueden sobornar a nadie para ser inmortales.

Los cuatro amigos reían y tomaban whisky, acompañados de hermosas mujeres, tan viciosas como ellos… y no sospechaban que tal vez, esa reunión sería la última…
Salieron a la calle con la luz del sol del nuevo día…
–Vamos a casa a desayunar –propuso uno de los cuatro amigos.
Subieron en el flamante coche de Ignacio, recién adquirido, al que los había invitado para estrenarlo. Tenía todo lo que la tecnología ha incorporado y por supuesto, vidrios polarizados y blindados. El chofer les abrió la puerta del suntuoso y sí, ostentoso coche, ícono de la fortuna de su dueño y escoltados por sus numerosos guardaespaldas, a alta velocidad, comenzó a deslizarse por las calles hasta desembocar en la ruta, en dirección a la mansión de Ignacio, que escuchaba con placer los elogios de sus amigos, de su  coche… De pronto los frenos hicieron  un ruido infernal y el hábil chofer con una maniobra desesperada, esquivó a la moto con sus dos ocupantes, que, perdiendo el control, hizo una loca pirueta en el aire, para caer muy lejos de la ruta, llevándose las dos vidas adolescentes. Las carcajadas de los amigos, no sorprendió al chofer. La vida de los otros no tenía valor para ellos y el chofer pensaba de la misma manera, por eso sentía placer, cuando se sentaba al volante del coche de su amo y no era la primera vez que algo similar les sucedía y siempre se alejaban sin detenerse a ver que era lo que les había sucedido a las víctimas.
Llegaron a la casa, pasaron el portón computarizado de la entrada, vigilado por los hombres de seguridad que estaban en la garita de la entrada,  transitaron  por el largo sendero del parque y llegaron a la imponente mansión…,
… Bajaron riendo y palmeándose las espaldas, pensando en el maravilloso día que les esperaba… Pero, sólo pudieron dar unos pocos pasos…
…La muerte, vestida de blanco... se llevó sus vidas.
“Fueron abatidos cuatro famosos millonarios. Se habla de un ajuste de cuentas”. Repetían los medios de comunicación.







Vivir en una jaula

Braulio volvía con su amigo del parque.
Muy contentos estaban.
Llevaban una gran caja de cartón, con su tapa llena de agujeritos.
¡Sí!, Porque habían cazado varios pájaros e iban sacando cuentas del dinero que cobrarían por ellos.
No iban a la escuela ni querían trabajar. Era para ellos más fácil, colocar jaulas y cazar pájaros, a los que luego vendían en la ciudad.
Por cierto muy lamentable, pero hay personas a las que les gusta tener pájaros encerrados en diminutas jaulas.
No es que yo quiera hacer una crítica de tal proceder; sólo apelo a la sensibilidad de los que sienten placer escuchando el trinar de los pájaros…, para que piensen o reflexionen,  ¡por favor! que si abren una ventana de la casa;  pasan por un parque; una plaza o  se sientan debajo de un árbol…, ahí estarán…, libres…, cantando…
El caso es que José y Andrés, era lo que hacían.
Por supuesto, que lo que obtenían de esas ventas, no era mucho. Pero no tenían o no querían tener  otros proyectos para sus vidas;  por  ser perezosos u holgazanes.
Vivían el presente y el futuro para ellos no existía. Por lo que,  también practicaban la mendicidad, y en el lugar que vivían, eran considerados vagos.
Y sucedió lo que tenía que suceder. La gente se cansó de ellos. Ya nadie los ayudó y al no contar con dinero, ni los pájaros  les compraban; ya hartos de verlos holgazanear y vagabundear;  éstos pícaros le robaron a un vecino.
Una noche, sabiendo que no estaba en su casa, entraron y se llevaron todo lo de valor que encontraron y también el dinero, que este buen hombre estaba ahorrando, para comprarse una  camioneta un poco más nueva, que la necesitaba para hacer su trabajo.       
¡Claro! El caso para la policía y los vecinos fue muy sencillo. No eran muchos los habitantes del lugar y se conocían unos a otros y los "conocían" . Así que se fueron al lugar donde vivían y encontraron lo que habían robado.
Probado el delito, los dos terminaron en la cárcel.
En una celda.
Privados de su libertad.
Detrás de los barrotes…

… Enjaulados, como los pájaros que ellos cazaban.






La reunión 

Resolvieron que a la medianoche se reunirían en el lugar más sombrío del parque.
La tormenta de rayos, truenos, relámpagos y viento…era algo  que nunca se había visto; los habitantes  del parque estaban alarmados y atemorizados, no sólo los humanos, sino también los animales, que trataban de esconderse donde podían. Todo surgió en un atardecer soleado de primavera, que se transformó en un segundo en un vendaval. La oscuridad se adueñó del parque.
Los más audaces se arriesgaron a volver cómo podían a sus guaridas o nidos, en medio de las peligrosas ramas que los golpeaban al caer  por el fuerte viento.
A Juan e Ignacio, que habían terminado de recorrer el parque en sus caballos (porque ese día fueron a lugares donde no puede pasar ningún tipo de vehículo, por la espesa vegetación y los pantanos), la tormenta violenta e inesperada los desconcertó e intranquilizó; pero aún así decidieron que era mejor volver como pudieran, antes de  quedar aislados, ya que, con el agua estaría más resbaladizo; y si no se apuraban,  sería imposible franquearlos.  
Eran muy buenos jinetes y los caballos, fuertes y hábiles, para ese tipo de terreno…,por lo que pensaron que no tendrían problemas.
Pero..., tuvieron que cambiar de idea y buscar algún lugar que fuera seguro  como para esperar a que pasara la tormenta. El agua golpeaba con violencia y consideraron muy riesgoso avanzar entre las grandes ramas que se quebraban y caían por doquier por el viento y los rayos mortíferos que iluminaban y encendían el bosque, ennegreciendo lo que tocaban, dejando sin vida a los árboles del parque.
– ¡Ahí! ¡Mira! ¡Está la casa abandonada! –gritó César, para que Ignacio pudiera escucharlo. Éste lo miró y le hizo seña con la cabeza de que la había visto.
Entraron con los caballos en lo que había quedado de la casa; donde según contaban los lugareños, un mañana encontraron los cuerpos sin vida del matrimonio que vivía allí, pero nunca se supo nada de lo que le había pasado al hijo de dieciséis años, que tenía la pareja y que ese día desapareció. La policía investigó, el tiempo pasó, y el caso por falta de pruebas se cerró.
Ataron los caballos y de la mochila, César sacó la linterna, para inspeccionar el lugar.
Quedaron asombrados de lo que vieron en las paredes y sobre la mesa inmensa de madera, que casi cubría toda la habitación.
 Ignacio sacó su linterna y un arma…,y alarmados, escucharon carcajadas estridentes, que helaban la sangre en las venas.
El terror los paralizó.
Se dieron cuenta de que cada vez se oían más cerca. Nerviosos desataron a los caballos que  también estaban alterados y resoplaban y se movían, queriendo cortar las riendas de donde los habían atado. Les susurraron algunas palabras para tranquilizarlos, y buscaron una salida por la parte de atrás de la casa. Sin hacer ruido pudieron escapar.
El árbol inmenso que había sido derribado, apoyándose en otros árboles, les sirvió de refugio, protegiéndolos de la tormenta…pero estaban muy cerca de la casa y vieron a la luz de los relámpagos, algunas siluetas negras que revoleteaban y descendían entrando a la casa.
No entendían nada de lo que estaba pasando, así que decidieron marcharse y luego vendrían a investigar, horrorizados de lo que habían visto.
El conocer el lugar los ayudó para poder regresar…,pero cada uno iba metido en sus pensamientos por lo que habían visto. Una luz les dio la tranquilidad de que ya estaban cerca de la casa de los guardaparques y se miraron con alegría.
Después de dejar a sus caballos en un lugar abrigado, los secaron y les dieron agua y comida.
– ¿Qué crees que es lo que hemos visto en la casa vieja? – alcanzó a preguntar Ignacio…,porque no pudo terminar la frase, ya que desde el techo, bajaron unas siluetas negras con grandes y brillantes alas, con caras alargadas y filosos colmillos que sobresalían de sus bocas torcidas y con garras filosas, que los atraparon antes  de que entraran a la casa, llevándolos a la casa vieja, adonde los dos hombres habían buscado refugio de la tormenta. Caminando sobre sus largas patas que también terminaban en garras, moviéndose de un lado para el otro para mantener el equilibrio, los dejaron tirados en el piso. Los dos se quedaron aterrados, mirando las paredes de donde colgaban de grandes ganchos los muertos..., que ya habían visto; sin ojos, algunos sin sus cabezas, a otros les faltaban los brazos, al de más allá, una pierna. Antes de cerrar los ojs por el pánico que sentían,  vieron una caja de madera, enorme sobre la mesa…, pero pasaron del terror a la sorpresa, cuando los arrastraron afuera, al ver sentado sobre un trono dorado, con un techo que lo resguardaba de la lluvia, a un hombre alto, de ojos verdes y mirada profunda, que resaltaban en su rostro pálido, enmarcado por una cabellera pelirroja brillante.
Tenía la belleza de los dioses griegos y todos se dirigían a él con respeto.
Los miró y sonrió.
–Átenlos afuera en el árbol –les ordenó con voz vibrante y suave. 
Quedaron casi desvanecidos por el terror, pero igual trataban de ver y escuchar lo que estaba pasando.
Cesó la lluvia. La tormenta había pasado. La tarde se iba cubriendo de sombras. Se acercaba la noche. 
Llegaron más, muchos más, saludándose con carcajadas estridentes, insoportable para los oídos de los humanos.  Y otros, emitían ruidos como graznidos, que les destrozaban los oídos a los guardaparques o entrecruzaban sus garras, con ruidos metálicos  como chirridos o crujidos, tan espeluznantes y ruidosos como sus carcajadas... Fueron apiñándose alrededor del hombre blanco.
–Quiero que ésta noche, en esta reunión, para la que han viajado todos ustedes, sin que ninguno haya quedado sin venir, acatando mi llamado, ya que me han elegido Rey, comencemos con la destrucción del humano de este planeta,  para lo cual he sido raptado hace dos años de mi casa, ¡De ésta casa! Donde yo vivía con mis padres, los que perdieron la vida al oponerse a que me llevaran…–el hombre blanco inclinó su cabeza…, los volvió a mirar y nuevamente se escuchó su voz vibrante y suave. –Por lo que comenzaremos ya, a exterminar  toda clase de vida humana o animal y así, el planeta tierra será nuestro. Comenzaremos con los dos sujetos, a los que descubrieron y a los que sacrificaremos. Pero antes nos agruparemos en silencio, para recordar a nuestros antepasados muertos al explotar nuestro planeta. ¡Coloquen esas grandes cajas en la mesa que está en la casa y reúnanse alrededor de ellas!  ¡Todos juntos,  adentro y afuera de la casa! ¡Uno al lado del otro! Yo me quedaré detrás de ustedes, al lado de nuestras próximas víctimas. ¡Miren hacia la casa! ¡Yo encenderé las antorchas! ¡Que nadie se de vuelta o será castigado junto con los hombres blancos! Se bajó de su trono y se acercó al árbol, adonde los habían amarrado y sin que nadie lo viera cortó la soga y en voz muy baja les susurró que no se movieran – ¡No tengan miedo! ¡Confíen en mí!
Nadie advirtió nada, porque un cono de sombra ocultaba esa parte del tronco y de los hombres sólo se veía, con la poca luz de la tarde que ya se alejaba, sus rostros desencajados por el miedo.
Se quedaron quietos esperando lo que  sucedería.
El rey volvió y entró a la casa.
 Tomó una lata y se roció todo el cuerpo con el líquido que había en ella. Luego fue tomando otras latas y empapó la inmensa caja, que estaba sobre la mesa y las demás que agregaron y a todos los que estaban alrededor. Uno por uno.
Los dos hombres amarrados al árbol, veían lo que estaba sucediendo  adentro, por los grandes boquetes en las paredes, que tenía la casa.
-¡Les estoy dando poder! ¡Para que sean más fuertes! ¡Inclinen las cabezas y cierren los ojos! –les ordenaba con voz potente.
El rey blanco, salió de la casa y se alejó, ubicándose detrás de los seres extraterrestres,  al ver que todos le obedecían.
Estaban en silencio, con sus cabezas inclinadas, los ojos cerrados, en dirección a la casa, como les había ordenado...
Tomó una antorcha inmensa, rociada con combustible,  la prendió y prendió dos más...y otra y otra... arrojándolas con fuerza, unas  adentro de la casa y  otras hacia los extraños y horripilantes seres.
Se volvió  y salió corriendo hacia atrás, sin hacer ruido  y al pasar por el árbol en voz muy baja,  les dijo a los hombres que lo siguieran.
Apenas alcanzaron a llegar a la orilla del arroyo, a  unos pocos metros, cuando ya habían comenzado las explosiones y grandes llamaradas iluminaban el lugar. Alcanzaron a sumergirse en el agua y al salir a la superficie, vieron que la casa  y los extraños seres estaban calcinados por el fuego.
Después de registrar el lugar para que no quedara ningún sobreviviente, sin hablar se dirigieron  a la casa de los guardaparques.
Entraron, se sentaron y el joven les contó que él era el hijo del matrimonio que encontraron muertos hacía dos años. Lo habían elegido a él, como rey, para llevar a cabo su macabro plan de exterminio de los seres humanos. Era la primera vez que volvía a su casa.
Cuando le comunicaron lo que pensaban hacer, él eligió su casa para la reunión y maquinó la destrucción, ya que sabía que estarían todos presentes.
–A ustedes los descubrieron porque sintieron el olor humano en la casa. Los siguieron para ver si había otros y los trajeron para que fueran los primeros en morir.
La luz de la luna, iluminó a dos figuras negras, posadas en el techo de la casa de los guardaparques...








La herencia

Andrea y  Franchesca, vieron cómo se alejaba el auto en el cual se iban sus padres.
–Visitaremos París y Roma –dijo la madre. –Un mes, nada más, pero las extrañaremos – agregó el padre.
 Andrea se abrigó y salió. Como todas las noches iba a colaborar al “Refugio”, donde asistían con un baño caliente, ropa abrigada y un plato de comida a todo aquel que no tuviera trabajo o un lugar donde dormir. Volvía a su casa cuando,  la última persona había cenado y  encontrado  una cama para descansar.
Franchesca, se burlaba de su hermana y le decía que perdía el tiempo con esa gente, a los que, aunque se les ayudara, siempre tendrían una vida miserable porque eran haraganes y borrachos.
A lo que su hermana le contestaba, que  la culpa no era de ellos, sino de la falta de equidad social que existe en el mundo.
La vida de fiestas, viajes y lujos que llevaba su hermana, le hacía ver a Andrea el egoísmo de los que son ricos y se olvidan de los que nada tienen.
Sus vidas vacías giran alrededor de la felicidad que les da el dinero. No les “queda tiempo”, para mirar a su alrededor y ver el dolor ajeno.
Trataba de explicárselo a su hermana, pero sólo conseguía que se burlara aún más de ella.
Sus padres, trataban de colaborar con Andrea y sermoneaban a su hermana.
Ellos sí la comprendían, porque sólo con grandes sacrificios y la ayuda de un hermano de su padre, cuando ellas eran muy pequeñas, consiguieron salir de la pobreza en la que quedaron sumergidos cuando su abuelo perdió todo el dinero y las propiedades por deudas de juego.
En eso estaba pensando Andrea, cuando el coche de sus padres se alejaba.
El dinero que tenían –una gran riqueza –no la hacía feliz como a su hermana. Le parecía que era ser egoísta “pasarla bien”, cuando existen tantas personas que no tienen para comer o donde vivir y niños que mueren de hambre  al comienzo de sus vidas.
La miró  y entró a la casa.
A los cinco minutos escuchó el motor del coche último modelo, que su hermana había comprado. Miró por la ventana y la vio alejarse.
Fue a la biblioteca a buscar un libro para leer y vio cerca de la chimenea sobre una repisa, el arma cargada que les dejó su padre antes de partir.
A la noche antes de salir para el “Refugio”, mientras cenaba, encendió el televisor. Antes de terminar la publicidad pasaron una noticia de último momento. Era sobre un avión que había caído en un lugar selvático.
Prestó atención y escuchó que la empresa aérea era la misma en la que habían viajado sus padres.   Llamó  para saber qué vuelo era y le informaron que el de las l3.00 horas.
–Es el avión en el que viajaron –gritó angustiada.
Tras varios días de infructuosa búsqueda de los restos del avión para saber si había sobrevivientes dieron por terminada la misma.
Andrea no se resignaba a la idea de haber perdido a sus padres. Viajó a la zona del accidente y contrató a un baqueano. Salieron a la mañana con dos personas más que también habían perdido a sus familiares. Su hermana no la quiso acompañar.
Al tercer día hallaron un ala del avión. Se comunicaron con la policía, quienes de inmediato llegaron al lugar, y a la tarde encontraron el avión.
Sí,  se confirmó, sus padres habían fallecido.
Las dos hermanas siguieron viviendo juntas.
Andrea se volcó totalmente a ayudar a los demás.
Cuando el Escribano las llamó, les informó que la herencia era la mitad de todos los bienes para cada una de ellas.
Al subir al coche de su hermana ésta le dijo:
–Una cuarta parte de la herencia sería suficiente para tí, porque seguro que la vas a destinar a tus “pobres desamparados”, ¿no? –le preguntó con ironía.
Andrea no le contestó.
Se sentía muy angustiada por la ausencia de sus padres como para discutir con Franchesca.
Franchesca estaba indignada por tener que compartir la herencia, pero una idea loca había cruzado por su cabeza.
–Sería muy bueno si toda la herencia hubiera sido para mí –pensó.
Comenzó a evitar encontrarse con Andrea. Los días pasaban y las hermanas ya casi no se veían.
– ¡Qué rara está Franchesca! ¿Por qué no querrá estar conmigo? –empezó a preocuparse Andrea.
Una noche, la vio al llegar a la casa con un hombre muy raro. Vestido con una camisa como la que usan los nativos del Caribe.
Los vio entrar al cuarto de su hermana, cuando iba bajando la escalera.
A partir de ese momento siempre estaban juntos.   Entraban y salían a cualquier hora del día.
En un año su hermana había dilapidado casi toda su herencia.
Andrea se enteró esa mañana por el escribano que administraba los bienes de las dos.
Esa noche Andrea no se sentía muy bien. Le dolía la cabeza y decidió quedarse a descansar. Avisó al “Refugio” que esa noche no iría.
Cuando terminó de hablar, al darse vuelta, observó a su hermana que desapareció con rapidez por el pasillo, como ocultándose.
Se dirigió a su habitación, quería descansar. Se metió en la cama y apagó la luz.
Se quedó dormida al instante y no escuchó un ruido que venía de abajo de su cama.
A la media hora de haberse dormido se despertó con un fuerte dolor de cabeza.
Se levantó y sin prender la luz abrió la puerta de su habitación.
Fue hasta la cocina y tomó un vaso de leche con miel, abrió la puerta de la biblioteca para llevar un libro para leer, pero se volvió al pensar que, mejor era tratar de dormirse nuevamente.
La puerta de la biblioteca quedó abierta.
Cuando ella subía por la escalera, para ir a su habitación, algo o alguien, entró a la biblioteca.
Andrea no vio ni escuchó nada. Estaba concentrada en la fuerte jaqueca que tenía.
–Si mañana continúo con éste dolor, voy a ir al médico –pensó.
Entró, cerró la puerta y se durmió al instante.
Habrían pasado dos horas, cuando Andrea saltó en la cama. Un grito se escuchó.
Aún medio dormida, volvió a escuchar un segundo grito aterrador, otro  y otro más.
Corría por la escalera hacia la biblioteca de donde provenían los chillidos, cuando escuchó un disparo.
Al entrar a la biblioteca y ver lo qué había pasado se desmayó.
La mucama de Andrea que también escuchó los gritos, entró detrás de ella, le levantó la cabeza y trató de reanimarla. Andrea abrió los ojos y se incorporó.
Juntas fueron a ver qué le había sucedido a su hermana que seguía con fuertes convulsiones y  gritos y oyó que comenzó a hablar con frases entrecortadas.
–Yo quise matarte Andrea..., por el maldito dinero... Ahora que me estoy muriendo, entiendo lo que siempre me decías... La serpiente que te puse en la habitación para que murieras envenenada... me mordió a mí... Como no me podía dormir bajé a la biblioteca y me senté en el sofá al lado de la estufa  y..., ella estaba escondida debajo del almohadón y me atacó...,  le disparé con el arma, pero escapó por el ventanal...
La cabeza de Franchesca, que Andrea había apoyado sobre un almohadón, se deslizó hacia un costado de su cuerpo.
Los ojos abiertos, quedaron fijos en el techo.






El árbol de la plaza

Los vio llegar esa mañana de viernes. La primavera había puesto brotes en todas las plantas y se respiraba una suave brisa que acariciaba. El sol allá arriba, avanzaba lentamente como todos los días, en su gira mundial. Pero este día para el árbol, era muy especial. Hoy era su cumpleaños.
Muy temprano, los pájaros (que eran sus amigos y lo habían elegido a él para descansar de sus vuelos) lo despertaron.
Abrió los ojos y bostezó, comenzaba un día más. Sí, un día como hoy, ya hacía unos cuántos años atrás, llegó a la plaza envuelto en una bolsa con tierra húmeda, llevado por un grupo de chicos y dos maestras de  un jardín. Querían plantar un árbol, porque en la clase de la semana pasada, la habían escuchado a su maestra en una clase especial sobre los árboles.
-Sí chicos, debemos amar a nuestros amigos los árboles – dijo la señorita- porque ellos son los que protegen nuestras vidas al brindarnos el oxígeno que necesitamos para vivir. Y además luchan contra la contaminación que nos rodea.  Por ejemplo, de los motores de los coches, que debido al combustible que usan, desprenden gases tóxicos que dañan nuestros pulmones. También en los días de calor, agitando sus ramas llenas de hojas, nos refrescan formando ese viento tan agradable…
-Seño, a mi me gusta sentarme en la sombra a jugar cuando hace calor –se oyó una vocecita. A la que se sumó un coro, diciendo que a ellos también.
-Y a mi, treparme a los árboles…- y ante la mirada de temor de su  maestra, agregó- No, seño, no se asuste, de las ramas que están bajitas. Todos se rieron.
-Y en mi casa, mi papá colgó una hamaca, de un árbol inmenso, que lo plantó mi abuelo.
-Sí, en mi casa en el parque hay ruiseñores que siempre andan revoloteando.
-Yo vivo al lado de una plaza, y cuando miro por la ventana de mi casa, veo a los pájaros cuando van a dormir a las ramas de los árboles, Seño.
-Y a mí me llevan a la plaza, donde  hay muchos árboles y juegos.
- ¡Seño! ¡Seño! ¿Podemos plantar un árbol en la plaza?
- ¡Sí! Yo vi a unas personas cuando estaban plantando árboles chiquitos y muchas flores en la plaza, ¿Seño, podemos ir con usted a plantar un árbol?
La señorita sonrió feliz, porque ella amaba a los árboles y veía en los chicos el mismo sentimiento.
-Le preguntaré a la directora y si dice que sí, le pediremos  permiso a sus padres para ir la semana que viene, ¿les parece bien? –les preguntó y los chicos estuvieron de acuerdo.
Los chicos reían felices con su arbolito chiquitito que plantarían en la plaza. Lo llevaba la señorita en un bolso grande, con mucho cuidado para que no se quebrara.
Cuando llegaron al lugar de la plaza que les agradó a todos para que allí quedara, la rodearon a la señorita para ver cómo lo plantaba.
Sus manitos lo acariciaron y hasta algunos le dieron besitos…y hoy al recordar tanto cariño, el árbol aún se emocionaba. Además, nunca lo olvidaron, porque esos niños cuando fueron adultos, pasaban por su lado y se quedaban charlando con él. Y algunos ya con hijos, los llevaban y muy orgullosos les contaban del día que habían ido con su señorita del jardín a plantarlo.
-¿En serio, papá, vos viniste con tu señorita a plantarlo?
-Sí, y mirá que grande está.
-Sí papá y ahí en sus ramas veo un nido. Le voy a contar a mi maestra y a lo mejor le gusta la idea, ¿no, papá?
-Sí, porque los árboles son nuestros mejores amigos. Y a veces, nosotros no somos sus mejores amigos –dijo el papá.
Uno golpe sobre la vereda, a su lado, lo sacó al árbol de sus recuerdos. Aún con la sonrisa feliz del aquel momento en sus labios, vio que el grupo se acercaba a él.
-Vendrán a podar mis ramas, que están muy largas –pensó- Y el primer golpe en la parte más baja de su tronco lo sorprendió. No entendía qué estaba pasando. El segundo golpe le dolió…y el tercero…y el cuarto…
-¡Por favor!  -gritó- ¡No me golpeen más, que me están matando! Pero nadie lo escuchó.
Los árboles sólo son escuchados por los que los amamos.
Y ahí quedó solo, muriendo lejos de sus queridos amigos, que no sabían nada de lo que le estaban haciendo… hasta los pájaros huyeron asustados ante los golpes y los gritos de esos hombres que nunca amaron a un árbol.
El árbol antes de morir, los miró y los perdonó por el daño que le estaban haciendo a él y a sus amigos, de quienes se despidió en medio de su dolor, con una sonrisa de amor.
La muerte innecesaria de un árbol, que sólo nos brinda tantas cosas a cambio de un lugarcito donde hundir sus raíces.








Noche de pesadilla

Miraba por la ventana en esa noche de verano y el calor húmedo, pegajoso, era el culpable de mi desvelo. En la calle silenciosa y desierta de personas, sólo dos gatos negros; uno mucho más pequeño, por lo que deduje entre interesada y divertida que sería una gatita. Jugaron, brincaron y luego fueron a olfatear las cinco o seis bolsas de basura, que fueron dejadas ahí por algún vecino, después de que pasara el camión recolector, para el deleite de las criaturas felinas y los perros con hambre.
 Estaban muy entretenidos comiendo los alimentos que habían encontrado, cuando apareció un perro… que aún no había visto a los gatos.  Ellos se escondieron  en la sombra del árbol, pero luego el gato  más grande,  se le acercó, tirándole un zarpazo y ante mi asombro el perro  asustado huyó.
Varios perros más se fueron acercando a las bolsas de basura, y huían al ver al gato que los enfrentaba, hasta que se acercó un perro negro, inmenso, de aspecto feroz y con un pelaje brillante por la luz de la luna, que al verlos los gruñó. Se acercó a las bolsas y atrapó con sus grandes dientes a la única bolsa de color verde, atada con una gruesa soga de color rojo intenso y se alejó. El  gato aterrorizado se había trepado a lo más alto del árbol.
Al escuchar a mi esposo que me llamaba desde el dormitorio, corrí las cortinas del gran ventanal  y me fui a dormir.
Al otro día al pasar a la mañana por el parque, pude ver a un mendigo durmiendo debajo de un árbol. A su lado estaba la bolsa verde y  la soga roja que la tenía atada en el brazo.
El perro no estaba.
–Espero que esta noche tengas sueño, querida.
Me sonreí. Esa noche volvería a mirar por la ventana.
Cuando mi esposo se durmió me fui a la cocina, preparé un café, y ya en el living  me acerqué al ventanal. Me quedé mucho tiempo mirando, pero no aparecieron ni los gatos ni el perro, tampoco habían dejado bolsas de basura.
Decidí alejarme de la ventana, cuando horrorizada pude ver al mendigo que me miraba. Había cruzado el parque de nuestra casa sin que nuestros perros lo vieran o lo  escucharan. Estaba ahí debajo del ventanal mirándome.
 Corrí las cortinas y llamé a mi esposo.
 Encendí todas las luces del parque, pero… no había nada. Y lo más curioso era que los perros, que mi esposo dejaba sueltos a la noche en el parque, estaban durmiendo; las preguntas surgieron en mi mente, ¿lo había visto realmente al mendigo? ¿ó fue una alucinación?
  ... Levantada, aún cerca de la ventana, oía a mi esposo que me sermoneaba desde el dormitorio.
– ¡Ahí está el perro negro de la noche anterior!  –exclamé con asombro.  En el mismo lugar donde hacía un instante, se encontraba el  mendigo.
Ahora los dos me miraban fijamente y el perro me mostraba sus afilados dientes y gruñía, agazapado como para saltar.                                                                           
Me metí en la cama temblando. Un frío helado corría por mi espalda.
Escuché aterrorizada, que alguien subía por la escalera y se detenía frente a la puerta de  nuestro dormitorio.
 Quise estirar el brazo para avisarle a mi esposo...pero no me fue posible, tampoco pude gritar ya que la voz no salía de mi garganta...
 Alguien entró...  prendió la luz y ahí estaban parados al lado de la cama ¡¡¡Eran ellos!!! El vagabundo y el perro negro.
El hombre con un cuchillo atacó a mi esposo, que seguía durmiendo y el perro saltó sobre mí. Sentí sus afilados dientes en mi brazo y su aliento en mi cara. El dolor me hizo recuperar la voz....Comencé a gritar...
El perro me había tirado al suelo y sus colmillos desgarraban mi brazo.
 Abrí los ojos… El rostro preocupado de mi esposo fue lo primero que vi.
– ¡Despierta querida!  ¿Qué te pasa? –preguntaba él…
Comencé a reír...
Feliz…
¡Había sido una horrible pesadilla!








El último viaje

Lo veían siempre sentado en su celda, conversando con sus fantasmas.
 No, no estaba loco…, pero era como si lo estuviera, si se lo observaba desde la cotidianidad neutra de los que ven pasar sus días sin darse cuenta. Sólo viven.  Sin fantasmas con quienes conversar, para llenar el hueco de la soledad…, que él sí la tenía, en su celda.
 El existía pero no estaba en el mundo de los vivos. Estaba como ausente…, tal vez  ya ni vivía…o quizás… era nada más que su cuerpo, el que estaba detrás de las rejas…
Porqué estaba ahí era otro misterio... algunos decían que había asesinado a su mejor amigo. Otros comentaban que no había podido probar su inocencia. Y  unos pocos,  los más informados tal vez, cuando se habló del tema,  dijeron que en realidad  la que  había matado era su hermana en defensa propia, pero que él asumió la culpa.
 En fin, su cuerpo seguía en el mundo de los vivos…pero su mente ya había cruzado la línea que separa la vida de la muerte.
 …Una noche de intenso calor, húmeda, pegajosa…que los mantenía desvelados, inquietos, percibiendo la gran tormenta que se acercaba…lo vieron elevarse, pasar por entre los barrotes de su celda, iluminado por la luz azul celeste del relámpago, que los hizo abrazarse con fuerza de los barrotes que cada uno tenía ante si.
 ¡¡¡No podían creer lo que estaba sucediendo!!!
 ¡¡¡Sí!!! Lo vieron elevarse y desaparecer junto a sus fantasmas…los que siempre lo habían acompañado en su soledad…
– ¡Lo vinieron a buscar! – se oyó una voz, que fue un grito.
 – ¡Sí! Se lo llevan sus fantasmas –gritó otro.
 Y quedaron ahí toda la noche en silencio, abrazados a sus barrotes…
 Cada uno con sus fantasmas…
 Y así los encontraron al amanecer los guardianes.
 – ¡Están electrocutados!  –gritó alguien. Y la mañana se llenó de gritos de terror.
– ¡Si...! ¡El rayo de anoche que iluminó toda la ciudad! – se oyó otra voz que se elevó sobre el espanto de los gritos y chillidos…
 Y todos se quedaron en silencio…
…Con sus propios fantasmas…
Los cuerpos estaban ahí…Sus mentes ya habían cruzado la línea que…
Separa la vida de la muerte.
Miraba por la ventana en esa noche de verano y el calor húmedo, pegajoso, era el culpable de mi desvelo. En la calle silenciosa y desierta de personas, sólo dos gatos negros; uno mucho más pequeño, por lo que deduje entre interesada y divertida que sería una gatita. Jugaron, brincaron y luego fueron a olfatear las cinco o seis bolsas de basura, que fueron dejadas ahí por algún vecino, después de que pasara el camión recolector, para el deleite de las criaturas felinas y los perros con hambre.
 Estaban muy entretenidos comiendo los alimentos que habían encontrado, cuando apareció un perro… que aún no había visto a los gatos.  Ellos se escondieron  en la sombra del árbol, pero luego el gato  más grande,  se le acercó, tirándole un zarpazo y ante mi asombro el perro  asustado huyó.
Varios perros más se fueron acercando a las bolsas de basura, y huían al ver al gato que los enfrentaba, hasta que se acercó un perro negro, inmenso, de aspecto feroz y con un pelaje brillante por la luz de la luna, que al verlos los gruñó. Se acercó a las bolsas y atrapó con sus grandes dientes a la única bolsa de color verde, atada con una gruesa soga de color rojo intenso y se alejó. El  gato aterrorizado se había trepado a lo más alto del árbol.
Al escuchar a mi esposo que me llamaba desde el dormitorio, corrí las cortinas del gran ventanal  y me fui a dormir.
Al otro día al pasar a la mañana por el parque, pude ver a un mendigo durmiendo debajo de un árbol. A su lado estaba la bolsa verde y  la soga roja que la tenía atada en el brazo.
El perro no estaba.
–Espero que esta noche tengas sueño, querida.
Me sonreí. Esa noche volvería a mirar por la ventana.
Cuando mi esposo se durmió me fui a la cocina, preparé un café, y ya en el living  me acerqué al ventanal. Me quedé mucho tiempo mirando, pero no aparecieron ni los gatos ni el perro, tampoco habían dejado bolsas de basura.
Decidí alejarme de la ventana, cuando horrorizada pude ver al mendigo que me miraba. Había cruzado el parque de nuestra casa sin que nuestros perros lo vieran o lo  escucharan. Estaba ahí debajo del ventanal mirándome.
 Corrí las cortinas y llamé a mi esposo.
 Encendí todas las luces del parque, pero… no había nada. Y lo más curioso era que los perros, que mi esposo dejaba sueltos a la noche en el parque, estaban durmiendo; las preguntas surgieron en mi mente, ¿lo había visto realmente al mendigo? ¿ó fue una alucinación?
  ... Levantada, aún cerca de la ventana, oía a mi esposo que me sermoneaba desde el dormitorio.
– ¡Ahí está el perro negro de la noche anterior!  –exclamé con asombro.  En el mismo lugar donde hacía un instante, se encontraba el  mendigo.
Ahora los dos me miraban fijamente y el perro me mostraba sus afilados dientes y gruñía, agazapado como para saltar.                                                                           
Me metí en la cama temblando. Un frío helado corría por mi espalda.
Escuché aterrorizada, que alguien subía por la escalera y se detenía frente a la puerta de  nuestro dormitorio.
 Quise estirar el brazo para avisarle a mi esposo...pero no me fue posible, tampoco pude gritar ya que la voz no salía de mi garganta...
 Alguien entró...  prendió la luz y ahí estaban parados al lado de la cama ¡¡¡Eran ellos!!! El vagabundo y el perro negro.
El hombre con un cuchillo atacó a mi esposo, que seguía durmiendo y el perro saltó sobre mí. Sentí sus afilados dientes en mi brazo y su aliento en mi cara. El dolor me hizo recuperar la voz....Comencé a gritar...
El perro me había tirado al suelo y sus colmillos desgarraban mi brazo.
 Abrí los ojos… El rostro preocupado de mi esposo fue lo primero que vi.
– ¡Despierta querida!  ¿Qué te pasa? –preguntaba él…
Comencé a reír...
Feliz…
¡Había sido una horrible pesadilla!







El árbol

El sol fue bajando en el horizonte, aún se podía ver su resplandor entre los árboles, con destellos refulgentes, dorados, rojizos, ocres. Una paleta de colores que quisieran reflejar en sus cuadros los pintores, e imposible de describir con palabras. Los chispazos brillantes iluminaban el atardecer y las sombras comenzaron a  adueñarse del parque. Los pájaros alborotados, chillaban tratando de acomodarse en sus nidos para esperar la noche.
En ese preciso momento en que el sol se despedía de la tarde y que las obscuridades querían adueñarse del parque, era cuando me agradaba salir a caminar para observar esos instantes llenos de magia, de paz, de luz, para luego volver con rapidez a la seguridad de mi casa, antes de que las sombras comenzaran a danzar a mi alrededor.
Pero ese día abstraída, embelesada…cerré mis ojos y perdí la noción del tiempo. Cuando los abrí, la obscuridad me rodeaba…
El miedo me paralizó.
Cerré nuevamente los ojos para tranquilizarme y aquel miedo comenzó a desaparecer…
Me sentí parte del parque.
Sentí que era un árbol gigante, con ramas que  se balanceaban, acunando los nidos con los pájaros ya dormidos y sentía  también a la suave brisa de esa noche de primavera en mi cuerpo, transformado en  árbol.
Mis pies descalzos… ahora eran raíces que corrían hacia la profundidad de la tierra.
Se extendían y aferraban para sostenerme, para que no me derribaran las tormentas…
…Era un árbol más entre todos los árboles que me rodeaban…
Pertenecía al parque…
Un árbol nuevo, sin nombre aún, de una especie desconocida… hasta que alguien pasara, me estudiara y me diera un nombre.
Una nueva identidad, ya que había nacido en ese momento.
Mi vida como árbol comenzó en el preciso momento en que detuve mi marcha  enceguecida por la luz del sol.
Todo quedó en silencio. El profundo silencio de un parque sumergido en la obscuridad de la noche, esperando al nuevo día. Pero de pronto el silencio ya no fue silencio… Oí las pisadas de los animales nocturnos que salen a cazar…el grito de una lechuza allá en lo alto de una rama…vigilando. Las arañas  al acecho en sus brillantes y hermosas telas, esperando... Los grillos… con sus cric, cric, cric.
 Y lo más bello…las luciérnagas, transportando sus diminutos farolitos, para iluminar el parque…Y, elevando mis ojos de árbol, pude ver a las estrellas…grandes…inmensas…
Pasaron las horas, llegó el día…
Quise moverme, volver a mi vida de humano, caminar, pero mis piernas ya no existían. Eran raíces que me sujetaban a la tierra…
… Era un árbol  más entre todos los árboles que me rodeaban…
Pertenecía al parque…








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